Fuego que No se Apaga – Milia Gayoso Manzur

Fuego que No se ApagaPrólogo

En cada nuevo texto que entrega a los lectores, Milia Gayoso va reafirmando su talento para narrar, su entrega a la vida y a los amores, ya sean estos felices o desabridos y tristes.

Leer los cuentos de Milia se convierte en una experiencia deliciosa porque todos los sentidos se agudizan, en ellos hay color, sabor y aromas múltiples. La historia se desliza como si el lector se sumergiera en una pileta con la temperatura adecuada para relajarlo y para hacerle recordar momentos felices. Pero no crean que la de Milia

es una literatura de evasión o sentimentaloide, nada de eso, en todas y en cada una de sus historias está acechando un dolor evocado, un sentimiento de soledad irremediable, un abandono, una esperanza infinita en que el milagro se produzca. El milagro del amor, obviamente.

Alguno podría pensar que resulta anacrónico escribir sobre el amor en un siglo tan carente de afectos, en un tiempo en el que  hacer el amor se ha convertido en una experiencia virtual, en una era donde los seres humanos no se tocan ni se besan y, no sabemos si se emocionan.

Es importante recordar, recordar siempre que alguna vez existieron rosas amarillas y que el río sagrado de la India, el Ganges, se llevaba cadáveres y amantes, eso cuentan los relatos de Milia.

En estas narraciones se reconocerán los viejos, los antiguos, aquellos que esperaban  ver al objeto de sus sueños más dulces, aquellos que se ruborizaban y esos que temblaban al contacto de la piel con la piel de la amada. Para los muy jovencitos – el libro está dirigido a todas las edades- será una iniciación deliciosa. Sobre todo porque ellos viven

en este tercer mundo donde todavía quedan follaje y árboles con flores, como los lapachos, y el progreso deshumanizante todavía no arrasó con la sensibilidad y, para ellos será una invitación a

penetrar en el universo del amor, con toda la ilusión, con todas las dudas, con todos los miedos y también, con todas las ganas. Este es un libro que los sicólogos y los siquiatras debería recomendar a sus pacientes, a esos seres enfermos de soledad y angustia, porque

aunque ellos crean que las cenizas lo han devorado, aun existen rescoldos de ese “Fuego que no se apaga”.

Milia Gayoso publica este libro porque es optimista, porque se ha entregado a una causa tan ideal como es la de creer que el ser humano puede salvarse mediante el amor. Si fuera solo cuestión de votar,

diríamos que ella tiene un 99,9 % de chances de ganar.

¡Ojala así sea!

Lita Pérez Cáceres

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Sayonara alegría

Sabía que seriamos cuatro en el grupo: Renata San Pedro, la empresaria textil, dos profesores universitarios especializados en comercio exterior y un abogado especialista en derecho internacional. A Renata ya la conocía, porque nos habíamos encontrado en una premiación, hacía algunos años. No me reconoció hasta que le dije que era la esposa del ingeniero Ernesto Pérez Matto, uno de los galardonados en aquella ocasión. Ella había sido jurado y le entregó su premio al empresario joven más exitoso del año, o sea, a mi apuesto esposo.

Con Federico nos conocimos en el aeropuerto. Llegó tarde, cuando estábamos a punto de embarcar. Saludó casi con descortesía y se subió al avión. Me tocó estar al lado de uno de los profesores. El viaje hasta Buenos Aires fue una tortura, porque mi compañero de asiento no paraba de hablar y de comer, comió todo lo que le sirvió la azafata y pidió más, con la excusa de que no había desayunado a causa del apuro. Como si fuera poco, también pidió café, y se lo volcó encima, salpicándome.

Por suerte, el viaje hasta allí no fue tan largo, pero me asaltó el temor de que me tocara volver a sentarme a su lado en el siguiente trayecto que duraría más de seis horas, hasta Europa. La espera en la terminal de Ezeiza no fue larga, embarcamos casi de inmediato y volvimos a emprender vuelo. Me senté hacia la ventanilla. Subí con la idea de mirar hacia la ventana y simular que dormía, para que no me moleste. Me ubiqué en el asiento, es decir. me hundí, acomodé la almohadita en el hueco del cuello y me tapé, para que mi vecino ocasional no tenga dudas de que quería dormir.

Me dejé llevar por el sopor de la siesta… entonces lo sentí a mi lado. Pero era otra energía. Cerré los ojos imaginando que sería Renata, u otro pasajero, porque definitivamente, Cortez no era. Olvidé decir a los organizadores del curso que me ubicaran con Renata en todos los vuelos, para evitarme un mal momento como el que posiblemente pasaría en las siguientes horas. Entonces sentí que me rozaba el brazo. Perdón, dijo, y abrí por completo los ojos. Era el cuarto compañero de viaje, el que llegó atrasado. No es nada, le dije, y creo que sonreí durante un largo rato, feliz porque no era Ignacio Cortez el que iría a mi lado. ¿Ya nos presentamos, verdad?, me preguntó. Creo que no, le dije. Me pasó la mano y pronunció su nombre: Federico Augusto Gallardo. Yo soy Alejandra Montenegro, le respondí, tratando de soltar mi mano de entre las suyas.

Hablamos sin parar durante seis horas. Hicimos un resumen de nuestras vidas hasta que el avión hizo escala en Frankfurt, en Alemania. Allí nos quedamos durante siete horas, esperando la conexión.

Renata y yo recorrimos tiendas, tomamos café, compramos revistas y nos regodeamos con las joyas que se veían en los escaparates. El desapareció en la inmensidad del aeropuerto. A media hora de la conexión, nos reencontramos todos y comenzamos a conversar sobre lo sería ese curso en Japón. Si bien mi inglés estaba flojo, hablaba bastante bien en japonés, gracias a Kensaburo, mi primer novio, quien no sólo me hablaba en su idioma ancestral, sino que me impulsó a estudiarlo en el Centro Paraguayo Japonés, para cuando nos casáramos, para poder enseñarle a nuestros hijos.

Pero nuestro amor acabó por diferencias irreconciliables, como el hecho de que yo adoraba comer guisos y pucheros y él se desvivía por repollos, remolachas y brotes de soja a la vinagreta, o porque a mí me gustaba festejar los cumpleaños y él prefería encerrarse a dormir. También se acabó nuestro proyecto de tener dos hijos, niña y varón y viajar juntos al país de sus padres, que él deseaba profundamente conocer. Me quedaron sólo el recuerdo de los tres años juntos y un buen manejo del japonés. Finalmente, Kensa se casó con una chica que posiblemente en su anterior vida fue también japonesa, porque están hechos el uno para el otro. Los suelo encontrar de vez en cuando, en el supermercado, comprando verduras y frutas, felices, de la mano.

A mi nuevo amigo le parecía gracioso la forma en que yo pronunciaba algunas palabras en japonés y me las hacía repetirlas. Mi palabra favorita es sayonara (adiós), quizás por mi eterna melancolía, le conté. El gordo Cortez, quien seguía comiendo los sandwichitos que bajó del avión, escondidos en el bolsillo de su saco, dijo que era una estupidez estudiar japonés, ya que el inglés es el idioma universal. No quise discutir con èl y la invité a Renata a irnos al tocador, antes de la hora de embarcar. El otro compañero, Samuel Ramírez, era tan educado, que sólo sonreía ante las tonterías dichas por el en todo momento desubicado de Cortez. Apenas hacía horas que lo conocía y la antipatía – creo que mutua- ya era bastante fuerte.

El siguiente tramo lo hice sola, sin acompañantes a mi lado. El vuelo estaba bastante vacío y como iba a ser muy largo, todos nos acomodamos en una hilera para cada uno. Ahuequé la almohada bajo mi cabeza y me dormí, pensando en Ernesto, en sus manos, su cara, sus abrazos, y en los niños. Pero mucho en Ernesto. Estábamos en un buen momento, a pesar de las numerosas crisis que logramos sortear. Llevaba veinte años perdonándole muchísimos pecados, uno tras otro, entre hijo e hijo, las infidelidades de su parte no acabaron jamás, y sin embargo, yo lo quería. Es más, lo amaba tanto que nunca sentí atracción por nadie más, y la única vez que otro hombre me erizó la piel, con sólo estar cerca mío, me aparté de él para no caer en la tentación.

Bueno, en realidad, no le era infiel por mi propia dignidad, por respeto a mí misma, por amor propio. Ser leal a mi sentimiento, era mi orgullo personal. Muchas veces me planteé que él no me quería en la magnitud en que yo lo amaba, o que su forma de amar es totalmente diferente al mí. A mi me gusta decir te quiero, besar, morder, apretujar… Ernesto dice que el amor se demuestra con los hechos cotidianos aunque escaseen los besos y los te quieros. Pero yo me moría por sus pocos besos y contaba las horas para estar abrazada a él, en la cama, y robarle algunos besos ardientes.

Estaba divagando cuando Federico se acercó y me preguntó si no me molestaba que se sentara a mi lado. Por supuesto le dije que no, que sería un placer. Es que era un placer. Viajamos callados. El había traído su almohada y su manta y se acomodó hacia el pasillo, como para dormitar, pero dejó su brazo en el respaldero donde estaba el mío y me dormí sintiendo su piel rozando la mía. Eso en mi, ya era infidelidad. Y bueno, fui infiel durante largas horas. Preciosas horas.

Me despertaron las turbulencias sobre las montañas del Tíbet y me quedé preocupada pensando en los niños. Si muero, dejo tres huérfanos, le dije. Si morimos, el hielo nos va a mantener eternos, me dijo èl , riéndose. Entonces moriré joven y bonita, le dije, riendo. Si, señora: muy bonita, dijo él y yo me sentí absolutamente feliz con el piropo.

Hacia el amanecer llegamos al aeropuerto de Hong Kong, e hicimos el último traslado hacia Tokio. El mar estaba tan azul y maravilloso, que daban ganas de llorar. Allá abajo, las islas parecían pequeños manchones en el mapa.

Confieso que me sentí muy feliz a partir de ese momento. Fueron quince días sintiendo el roce de su piel cerca del mío, pero sólo el roce, y eso ya era mucho para alguien que nunca se permitió querer a nadie más que a un único hombre, desde los dieciséis años. Nos sentamos pegados uno al otro, en el curso, él me enseñaba las cosas en inglés y yo en japonés, desayunábamos juntos y él me traía el café a la mesa y me elegía las mejores tostadas, mientras comía un revuelto de huevos con chorizos que a esa hora a mí me daba repulsión.

Los días pasaron rápido y apenas faltaban tres días para volver, entonces comenzamos a hacer las compras. Lo ayudé a elegir regalos para su novia y su madre, caminando juntos bajo la llovizna de setiembre en esa ciudad tapizada de seres que van de un lado a otro sin parar, sin conocerse, sin detenerse a pensar en nadie. Lloviznaba cuando compramos los presentes para mis hijos y para Ernesto. Le llamó la atención lo mucho que yo hablaba de èl y de la cantidad de cosas que le compraba. Comprate algo para vos, me dijo, dejá de pensar tanto en él.

Por supuesto, no le hice caso, y volví a adquirir camisas, relojes y corbatas, para Ernesto, porque sentí que le estaba fallando al sentirme tan feliz al lado de otro hombre. ¿El te corresponde? Me preguntó cuando estábamos desayunando, creo que sí, le dije. Pero él adivinó cierto titubeo en mis palabras. Renata se sentó con nosotros y nos desviamos hablando de lo bueno que estaba el curso.

Por la tarde, recorrimos la ciudad con un guía japonés al que Cortez le fastidió todo el tiempo, diciéndole tonterías en guaraní, sólo para molestarlo.

Esa noche salimos todos juntos a cenar y luego a recorrer la ciudad. Volvimos al hotel casi a la medianoche, era la última noche en Tokio, habría que preparar las valijas. Guardé mis cosas, las fotos de los chicos, la de Ernesto y mía en el barco, cuando estuvimos de luna de miel, por El Caribe. Sentí ganas de estar en casa.

Entonces alguien golpeó la puerta. Creí que era Renata y le abrí sin preguntar. Federico me estaba devolviendo un libro que le presté el segundo día de nuestra llegada. Gracias le dije e intenté cerrar la puerta. No puedo dormir, me dijo, creo que no quiero volver. Eso es porque no te espera nadie, tenés que casarte, le dije. Y sí, tendría que casarme, ya estoy viejo, murmuró algo resignado.

Cerré la puerta tras él y continué preparando mis maletas. Me dí una ducha y bajé a la recepción a escribirle un e-mail a Ernesto, para contarle que ya en pocas horas regresaba a casa. Cuando volví a subir lo encontré en el pasillo, comiendo un bombón y colocando una caja frente a mi puerta. Quiero que endulces tu última noche, dijo y caminó hasta su habitación. Estaba vestido aún, pero con la camisa desprendida, dejando a la vista la tentación de un pecho firme, velludo, agitante…. Me aferré al recuerdo de los besos de Ernesto, para no correr tras él y despojarme de la piel que me tapaba el corazón, totalmente desbocado.